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6/4/09

Gógol, un excéntrico radical. (Ensayo de Sergio Pitol)


Ensayo
Gógol, un excéntrico radical
En este ensayo, con el cual recordamos al autor de Las almas muertas en el bicentenario de su natalicio, al analizar su obra Pitol afirma que Gógol es un maestro del absurdo cuya literatura se alimenta de lo grotesco, la trivialidad y lo fantástico.


Hablemos […] de Nikolai Vasilievich Gógol, un personaje absolutamente delirante cuya existencia se sitúa al filo de la navaja entre la cordura y la demencia. Aunque hay que decir también que cada uno de [los] grandes escritores rusos tienen personalidades que difieren tanto de lo común que, de alguna manera, los convierten, para bien o para mal, en grandes excéntricos, personajes con una mentalidad y una biografía poco comunes.

Gógol es un personaje rarísimo, un excéntrico radical, un genio de la lengua, un maestro del absurdo; su mundo literario es fantástico, grotesco hasta el extremo, irracional y profundamente alegórico. Se podría decir que su literatura se alimenta de lo grotesco, la trivialidad y lo fantástico; sus personajes hablan un lenguaje que parece un tartamudeo; no hay pregunta que sea respondida normal, racionalmente, todos hablan sin entenderse en un mundo de incomprensión absoluta, lleno de equívocos. Sus mejores obras tratan siempre de situaciones equívocas. En su vida fue aclamado entusiastamente y denostado con crueldad.

Gógol nos deja como herencia la acusación más grave contra el régimen ruso de servidumbre, contra la esclavitud. Es un testimonio social de enorme peso.

Pero lo asombroso es que Gógol no tenía ninguna simpatía por los siervos, ningún sentimiento de culpa como los demás. La servidumbre le parecía un fenómeno perfectamente normal. Nunca tuvo una idea que pudiera ser democrática —como las tuvieron los otros— o anhelar un mundo de progreso; estaba conforme con la situación social, era un amante y defensor de la autarquía y era eslavista sin ningún atenuante, un nacionalista total.

Sin embargo, este hombre que defendía los fueros de la Iglesia, de la servidumbre y de la monarquía, pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Rusia viajando por Europa, a la que decía detestar; sus estancias más largas transcurrieron en Roma, la ciudad enemiga de los ortodoxos, los eslavistas.

Todo lo que escribió Gógol es de una genialidad y de una originalidad impresionantes. Los cuentos fantásticos, La nariz, Diario de un loco; Iván Sponka y su tía fue escrito alrededor de 1820, aunque bien pudiera haber sido escrito hacia mediados del siglo xx, cuando surgió en Europa, en Francia sobre todo, la literatura del teatro del absurdo. Iván Sponka, un cuento sin pies ni cabeza, sin principio ni final, hecho a base de pura trivialidad, podría compararse con La cantante calva de Ionesco, por ejemplo.

Diario de un loco y La nariz son cuentos perfectos desde el principio hasta el fin, de una irrealidad soberbia, pero que, vistos desde nuestro tiempo se pueden considerar casi como textos filosóficos con un fondo psicológico que, quizás, Gógol ni siquiera intuía.

Como parte fundamental de su obra perfecta, escribió dos obras sobresalientes: la novela Las almas muertas y la obra de teatro El inspector general, dos obras maestras que lo hicieron famosísimo en Rusia y lo convirtieron casi en un santo, una figura genial para los liberales —cosa que lo aterrorizaba porque él los detestaba y quería mantenerse siempre en el sector conservador.

El inspector general es una comedia de enredos, de tema político, extraordinariamente divertida. A una región alejada de las grandes ciudades, a donde va muy poca gente y de la que nadie sabe qué sucede, llega una vez un joven llamado Jlestakov con su sirviente; va huyendo de sus deudores de San Petersburgo —una de las dos capitales del Imperio—, y al pasar por ese lugar se aloja en una pensión; se le ha acabado el dinero y no puede salir porque el posadero no se lo permite, lo mantiene encerrado hasta que le lleguen los recursos prometidos para pagar sus deudas.

Por esos mismos días, llega a la casa del gobernador el jefe de correos con una carta abierta para decirle que va a pasar una cosa terrible y que todos ellos van a ser aniquilados porque el Zar, o uno de sus ministros, ha oído hablar acerca del mal gobierno del lugar, los abusos, la corrupción, la ineptitud absoluta y ha mandado ya a un inspector para investigar qué hay de cierto en eso. El gobernador y todo su séquito, su gabinete, personajes de una corrupción absoluta, se quedan pasmados: ¿qué hacer?, ¿irse, exiliarse?, ¿pero a dónde? En eso están cuando se enteran por unos amigos de la presencia de un joven misterioso que casi no sale de la posada y no se sabe qué está haciendo allí porque no hace negocios, no sale a la calle y el mesonero no quiere decir quién es. El gobernador y su séquito concluyen que el inspector general ya ha llegado y empiezan a planear el recibimiento que le van a hacer, el dinero que le van a dar, cuánto va a aportar cada quien para comprar su silencio. Deciden ir a la posada en procesión a recibirlo y a invitarlo a la casa del gobierno para que se aloje en ella.

El joven, al principio, cree que van a detenerlo y no quiere salir; por su parte ellos creen que él no quiere comprometerse, que no quiere dejarse manejar, hasta que al fin lo convencen y el muchacho se pasa dos meses sacándoles dinero a lo bestia, haciendo mil picardías, enamorando a la esposa del gobernador y a su hija; hace una gran fortuna, se compromete con la hija pero le dice que se marcha al palacio de su familia a darle la noticia a sus padres para que ellos vengan a pedir formalmente la mano de la novia.

Poco después de su partida llega de nuevo el jefe de correo con una carta terrible en la que Jlestakov le cuenta a un amigo cómo se había divertido con ese grupo de estúpidos, esos corruptos, esos asnos; cómo había enamorado y seducido a la esposa del gobernador, a su hija y a la esposa de otro ministro, y los caricaturiza tremendamente. En ese momento, cuando han terminado de leer la carta y todos están sofocados de ira, llega una persona para anunciar que el inspector general ha llegado de San Petersburgo. Y allí cae el telón final.

En una época de censura extrema, casi absoluta para tratar en la literatura los asuntos del Estado y hacer críticas, la comedia pudo pasar porque el Zar leyó el original —que le había pedido a los censores antes de dar la venia o no— y le pareció muy graciosa, cosa casi inconcebible porque Nicolás I era un dictador absoluto.

El éxito fue inmenso entre los jóvenes, entre los liberales, entre todo el mundo, nadie en toda su vida había visto en el teatro una obra que caricaturizara tan ferozmente las lacras oficiales existentes en Rusia. El público y la crítica —sin mencionar que atacaba al gobierno— lo celebraron como el mayor escritor que había dado Rusia, por fin un gran artista que había abierto los ojos y los oídos a lo que estaba sucediendo en el país. Los conservadores, en cambio, se enfurecieron y Gógol tuvo que salir inmediatamente de Rusia y empezar su larguísimo exilio para no ser malquisto por la gente que él reverenciaba ni alabado por la gente que detestaba.

Precisamente en el exilio escribió su novela Las almas muertas. En los documentos oficiales y en las actas de comercio, la palabra “alma” equivalía a un siervo: “se vende una finca con seis aldeas, un palacio, tantas áreas de bosques y doscientas o quinientas almas”. Era el término oficial para no escribir la palabra siervo.

Las almas muertas es una novela de equivocaciones, como el caso de El inspector general. A una próspera capital de provincia llega un hombre muy elegante, de buena presencia y maneras: Chichikov; se aloja en el mejor hotel y hace correr la voz de que está pensando establecerse en esa ciudad e invertir su capital en una finca, por lo tanto quiere conocer y presentar sus respetos a los hacendados más importantes de la región. En cada capítulo visita a un hacendado; es muy barroco y muy oscuro en el decir, como tanteando quién es quién para, al final, ver si puede también tratar cuestiones misteriosas, ocultas. Este asunto misterioso es la propuesta que hace a los hacendados para que le vendan sus almas muertas, sus siervos fallecidos que no han sido incluidos en el último censo. Compra almas muertas y crea, así, una especie de extrañeza, de estupor entre quienes las venden, pues piensan que puede tener una intención necrófila o diabólica.

Al visitar a los mayores hacendados Chichikov se presenta como un gran personaje que viene de San Petersburgo; tiene un gran carruaje, es muy elegante, serio y educado, y habla pomposamente entre embrollos y oscuridades que nadie entiende hasta que de golpe les pregunta si estarían dispuestos a vender sus almas muertas. Al principio piensan que es una broma: “¿Para qué?”; él afirma que es con fines propios, filantrópicos, para lo que necesita esas almas muertas. ¡Y se las venden! Algunos regatean mucho, pero el hecho es que después de venderlas sienten que han hecho algo indebido y van corriendo las historias por la región hasta que llegan a la gubernatura, donde se afirma que es un acto delictuoso, no registrado en el código penal pero de cualquier modo es un delito, algo diabólico, necrófilo; tratan de detenerlo, pero él logra escapar.

Las historias son divertidísimas, pues cada hacendado y su familia constituyen mundos diferentes: el avaro, los jóvenes disipados, la viuda de provincia, etcétera; ninguno sabe bien lo que tiene en sus haciendas, lo que son: vidas absolutamente nulas, cada uno con una manía diferente, siempre creyéndose grandes personajes. Y Gógol los describe, los va carcomiendo, destruyendo, hasta que al final nos damos cuenta de que las almas muertas no son sólo los siervos muertos, sino sobre todo, los hacendados mismos.

Esta novela también causó furor. En esa época había ya otro zar más liberal que Nicolás I y sólo censuraron ciertos episodios; pudo pasar la censura y los lectores sintieron la carga de crítica que Gógol había hecho a sus propias vidas, a la vida de Rusia, a la nación. Porque eso que describía era la nación: gente que tenía haciendas pero no sabía hacer nada con ellas, al menos nada positivo.

Gógol tuvo que partir nuevamente al exilio y sólo volvió ya muy viejo y arrepentido; se puso en manos de un confesor ortodoxo, el padre Matei, quien lo obligó a quemar una segunda parte de Las almas muertas donde el autor quería establecer que su intención no había sido, como en la primera parte, escribir una crónica política o social, sino un divertimento. En ese nuevo libro, las segundas Almas muertas, los hacendados iban a ser modelos de virtud, de amor a la nación, modelos en los que los jóvenes podrían aleccionarse y mejorar su vida y las de los demás.

Muy pocas páginas de esta segunda versión se libraron, el confesor lo obligó a quemar todo lo que tenía escrito. Le impuso un tratamiento de ayunos terribles, de penitencias siniestras, hasta que Gógol enfermó mortalmente. Lo único que se sabe por familiares que lo atestiguaron, es que estando él en cama, el padre Matei —el confesor ortodoxo— le había puesto sanguijuelas en varias partes del cuerpo, sobre todo en la nariz, para extraer sus pecados y que Gógol gritaba, con las manos amarradas, para que lo libraran de esos dedos del diablo de las fosas nasales pues le estaban arrancando el alma para conducirla al infierno.

Y así terminó, como un personaje de La nariz, de sus cuentos y relatos, trágica, pero grotescamente.

El siguiente texto es parte de una crítica de Vittorio Strada, especialista en Gógol:

El tejido verbal de Las almas muertas ha absorbido la quintaesencia de la invención narrativa gogoliana: el embrollo, la maraña. Si Chichikov —el héroe antiheroico de Las almas muertas— es el más genial mistificador creado por la literatura universal, ¿dónde se encuentra un estilo que le sea más congénito que en el lenguaje de la novela? Una densidad informativa que envuelve la nada.

Y eso mismo sucede en todos los relatos de Gógol: “una densidad informativa que envuelve la nada”, desde los cuentos, desde Iván Sponka y su tía, escrito a los veinte años, está relatando detalles y detalles para no decir nada, pero con una increíble capacidad de embrujo literario, de burla, de escarnio de la realidad que es notable, una exactitud protocolaria que resquebraja el objeto que quiere describir.

En Las almas muertas resulta fascinante la relación tan diferente entre mistificación narrativa —decir cosas sin decir nada— y misticismo lírico.

Gógol mostró la Rusia no gloriosa, un no-ser absoluto, y lo hizo con una fuerza y una claridad tan increíbles que los espectadores quedaron deslumbrados y por un instante dejaron de ver la realidad, intuyeron que Rusia era algo semejante al retrato de “las almas muertas”, la plenitud de la vida en que creían nunca había existido. Un aullido lleno de lamentos y de aflicción atravesó todo el país. No hay nada sino el vacío, el mundo está vacío. Como reacción se produjo una explosión de actividad como un decenio antes no se hubiera podido esperar en la Rusia de entonces más bien épica y tranquila.

*Título de la Redacción
Tomado de: De la realidad a la literatura. Transcripción del ciclo de conferencias en la Cátedra Alfonso Reyes del itesm de Monterrey (abril de 2001), col. Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del itesm. México: Cátedra Alfonso Reyes-itesm/Editorial Planeta Mexicana, 2002.

Nikolai Vasilievich Gógol nació el 1 de abril (o 31 de marzo según algunos biógrafos) de 1809 en Bolshie Sorochintsi, Ucrania, y murió el 4 de marzo de 1852 en Moscú, en medio de una profunda crisis religiosa. En 1831 publicó la colección de relatos Veladas en una finca cerca de Dikanka y en 1836 se estrenó su sátira El inspector general, cuya polémica lo impulsó a viajar al extranjero, vivió en Roma y anduvo por Suiza, Francia y Palestina. En la capital italiana escribió una de sus obras mayores, la novela Las almas muertas y el relato El capote, cuya influencia en la literatura rusa fue reconocida sin ambages por Dostoievski. La novela Taras Bulba (1842) es otra de las obras de este autor genial que exploró como nadie el humor, lo fantástico, lo absurdo y lo grotesco sin por ello perder de vista las condiciones sociales que lo rodeaban.
Sergio Pitol

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